Dicen que la infancia o la juventud, dejan recuerdos imborrables, y puede ser cierto, porque uno va por la vida contando aquellos hechos que marcaron algún pasaje importante de nuestros días, o de mis días. Recuerdo que en mi querida tierra natal, Punta Arenas, de la cual estoy ausente hace muchísimos años, gozábamos cada invierno con la llegada de la nieve y nos dedicábamos a jugar haciendo bolas con ella, para tirarnos enfrascarnos en una suerte de guerra, de la cual participábamos toda la muchachada o los cabros del barrio. Recuerdo que luego íbamos a lanzarnos en trineo por una calle alta de la ciudad, la hermosa Avenida Colón, de allí salían los trineos fabricados algunos más modestos con madera de cajones de fruta y con zunchos de latón en la parte baja para dar la necesaria adherencia, la que permitía su deslizamiento. Competíamos con aquellos trineos que aparecían a la venta en las mejores tiendas y que eran traídos desde el extranjero. Nuestra provincia hoy región de Magallanes tenía puerto libre y ello permitía un pequeño mercado de estos artefactos para andar en la nieve, eran los años cincuenta o sesenta tal vez, ¡imagínense!. No existía la gran cantidad de autos que hay en estos días y las calles eran en aquel entonces prácticamente nuestras, el invierno era crudo, había que tener coraje para sobrellevar una vida de juegos a tan bajas temperaturas, pero, no sé como igual lo hacíamos y éramos todos muy felices. Con la llegada del verano, el cual era muy corto nos veíamos obligados a disfrutarlo a concho, a sacarle todo el trote, si había que hacer deporte, le hacíamos a todo: futbol, basquetbol, ping-pong, ciclismo… los mismos deportistas para todas las ramas.
La duración del día con luz natural en verano es distinto a otras regiones del país. A las dos o tres de la madrugada ya se oye el cantar de los gallos y comienza a apreciarse el amanecer, sin embargo a eso de las once de la noche recién oscurece.
Volviendo a recordar... en esos años en que se celebraba la semana magallánica, por ahí por el mes de diciembre, la ciudad se envolvía en una encantadora fiesta que permitía a todos sus habitantes gozar de esto que duraba tan poco, pero que se esperaba con tantas ansias. Recuerdo que en una oportunidad con los cabros del barrio sur nos aprontábamos a ir a disfrutar de la alegría que ello significaba y nos fuimos al centro de la ciudad, algo así como ocho amigos, para poner nuestra pequeña cuota de entusiasmo y unirnos de todas maneras a los carros alegóricos para pasarlo bien y fue así que de pronto vimos como en un acto de magia un camión que iba vacío en la parte de atrás y le pedimos al chofer que fuera gentil y nos llevara, con la finalidad naturalmente de participar activamente en este carnaval, pero cual fue nuestra sorpresa, el camión se las enfiló a las afueras de la ciudad, con nosotros todos compungidos en su interior, bueno, el asunto es que el tipo bajó del camión y se dirigió a un restorán a comer y tomar unos traguitos, a pasarla bien, sin preocuparse en lo absoluto de sus tímidos pasajeros, que angustiados y con frío reclamábamos por esta acción. Luego de pasar bastante tiempo de espera y ya nuestro chofer con la guatita llena y el corazón contento, nos devolvió al centro de la ciudad, pero con tal mala cueva, el carnaval ya había terminado. Nos sentimos humillados y avergonzados por lo que consideramos como una broma de mal gusto. A pesar de ello, hoy en día es una especial e inolvidable anécdota que se recuerda con nostalgia de quien añora su valioso pasado.
Así eran nuestros tiempos de infancia o juventud, años apacibles, gratos, de gran convivencia y solidaridad entre sus habitantes, creo que fui un enorme privilegiado al nacer y crecer en esa zona austral, que aunque inhóspita en su clima, tiene la calidez del habitante, aquel que abre sus puertas de par en par para recibir al amigo o cualquier otra persona y que por sus únicas y especiales características la hace incomparable.
Yo formo parte de una familia en que éramos cinco hermanos, y digo ‘éramos’ porque a la fecha quedamos sólo tres. Nuestra convivencia en esos años era plena, actuábamos en complicidad unos con otros, nuestro entorno siempre estuvo marcado por gozar de tener muchos amigos, en lo cuales poder apoyarnos para hacer más llevadera nuestra adolescencia.
A propósito de amigos, hay uno en particular que me trae tremendos recuerdos, su nombre: Manuel Alvarado, ‘El Empaná’, era muy bueno para el futbol y tenía una zurda de temer, él hacía goles de arco a arco y se daba el gustito de hacer lujos con la pelota, pero lo que más me recuerdo de él es una historia que vivimos, como han de saber, sacar la madre (insulto) a otro era una afrenta muy grande y nadie podía permitir una insinuación de se tipo. Fue así que una tarde paseando con todos nuestros amigos por la calle Bories de Punta Arenas, me enfrasqué en una conversación subida de tono con mi querido amigo Empaná y a él se le ocurre sacarme la madre, ante lo cual me sentí tremendamente ofendido, le recriminé furioso y nos conminamos a saldar la cuenta, para ello fuimos a la playa, para llegar a ella teníamos que bajar varias cuadras, detrás nuestro, al menos unos treinta muchachos amigos de él y míos nos acompañaban al campo de combate, todos teníamos apodos: Pecho, Caballo, Perón, Chipileo, Pato Cárdenas, Zorzal, Enpaná, Milo, Hule, Chico Diaz, picle, la bruja Claudio Villalta, gordito Bahamondes, yo, calalo, etc. Una vez llegado allí, nos pusimos de frente, nos comenzamos a quitar algo de ropa para alivianar el peso y cuando estaba quitándome un sweeter y tenía la cabeza tapada me llega una andanada de golpes a la cabeza y como es lógico me caigo en la arena y siguen otra vez los golpes ‘a la maleta’ como decimos y vuelvo a caer, la zurda de Empaná era de temer y se sentía muy fuerte… Todo esto ocurría mientras un poco más lejos, otros jóvenes jugaban basquetbol en una cancha de cemento que había en la playa y miraban también esta pelea a la distancia, lo que pasó después de varios golpes y saldada la cuenta, nos pusimos de pié, sin odios ni rencores, “ganador” y “vencido” nos dimos un apretón de manos, un abrazo y la vida continuó. Pero esto no quedó allí; cuando llego a casa todo machucado, nos sentamos a la mesa a comer y mi querido y recordado hermano “Pepo” (Q.E.P.D.), nos cuenta con lujos de detalles que había visto una pelea en la playa, en donde le pegaban a uno de camisa blanca, lo decía muy simpáticamente… “le pegan al de camisa blanca” “y cae el la camisa blanca”…”y cae el de la camisa blanca”…”le siguen pegando”, en ese momento, yo todo avergonzado y sonrojado, le repliqué “Huevón, el de la camisa blanca era yo”…una explosión de risas y risas en la casa, mi viejo, mis hermanos no paraban de reír, algo que siguió por mucho tiempo.
Hoy cuando cuento esto, como una anécdota, recibo algo de burlas aún. Lo importante es que en su oportunidad, hice aquello necesario por mantener el honor. No siempre se gana, así es la vida e igual seguí siendo muy amigo de Manuel Alvarado… “El que le sacó la cresta al de la camisa blanca…jejeje”.
Gabriel Sepúlveda